Esta reseña la escribí al rededor del 19 de marzo.
No recuerdo la última vez que terminé un libro y me quedé simplemente sentada, dejando que la historia siguiera resonando en mi cabeza. Hamnet de Maggie O’Farrell no solo me hizo eso, sino que me dejó con una sensación de vacío y plenitud al mismo tiempo. Es un libro que habla de la muerte, sí, pero también del amor, del duelo y del poder transformador del arte. Y lo hace con una prosa que es casi hipnótica, envolvente, profundamente sensorial.
Un libro que se siente como un hechizo
Desde la primera página, O’Farrell nos sumerge en la Inglaterra del siglo XVI con una escritura tan vívida que parece que el aire que respiran los personajes también lo estamos respirando nosotros. Stratford no es solo un escenario: es un lugar vivo, con olores, sonidos, texturas que se filtran en la narración. Hay un lirismo casi táctil en la forma en que describe los mercados, los campos, las casas, las plantas que Agnes recoge con sus manos. Y hay algo mágico en Agnes misma, en su manera de existir dentro del mundo, con una intuición que roza lo sobrenatural pero que nunca necesita explicaciones.
Una de las elecciones más poderosas de la novela es que nunca se menciona el nombre de William Shakespeare. Su presencia está ahí, claro, pero la historia no le pertenece a él. La figura central es su esposa, Agnes, y su hijo Hamnet, y esto cambia completamente la perspectiva desde la que leemos la historia. Estamos acostumbrados a mirar la historia a través de los hombres que la escribieron, pero Hamnet nos obliga a mirar en otra dirección: hacia las mujeres que sostuvieron esas historias en la sombra, hacia los niños que quedaron fuera de los libros de historia, hacia el dolor personal que pudo haber dado origen a una de las obras más grandes de la literatura.
La peste como un personaje más
En el centro de la novela está la tragedia que lo cambia todo: la muerte de Hamnet. Sabemos desde el principio que esto va a ocurrir, y sin embargo, cuando llega, nos golpea como si no lo viéramos venir. Hay una sección en la mitad del libro en la que O’Farrell nos muestra cómo la peste viaja desde un puerto en Alejandría hasta Stratford, pasando de persona en persona como una cadena invisible del destino. Es una elección narrativa brillante, porque convierte la enfermedad en algo casi inevitable, como un hilo que se va tejiendo hasta cerrarse sobre los personajes. No es un acontecimiento aislado, sino parte de un mundo más grande que se mueve sin que nadie pueda detenerlo.
El momento en que Hamnet enferma es insoportablemente íntimo. Su sufrimiento, el miedo de su madre, la desesperación de su hermana gemela Judith, la ausencia de su padre. Y luego, la muerte. No de la forma grandilocuente y melodramática que podríamos esperar, sino con la sencillez de lo inevitable. La pérdida no llega con gritos, sino con un silencio que lo llena todo.
El duelo, el arte y el cierre
Pero lo que realmente hace que Hamnet sea inolvidable es lo que viene después. No es solo la historia de una pérdida, sino de lo que esa pérdida deja atrás. El dolor de Agnes es un vacío que parece imposible de llenar, y el de su esposo se traduce en distancia, en exilio, en palabras que no pueden decirse en voz alta. Y ahí es donde el libro se convierte en algo más grande que una historia personal: en una reflexión sobre la forma en que el arte nos permite procesar lo que no podemos soportar de otra manera.
Las últimas páginas son, sin exagerar, una de las mejores construcciones narrativas que he leído en mucho tiempo. Todo lo que hemos leído hasta ese momento nos lleva a una revelación que es imposible no sentir en la piel. Agnes finalmente entiende lo que su esposo ha hecho, por qué ha escrito lo que ha escrito, para qué ha creado esa obra. Y en ese momento, entendemos nosotros también. La tragedia de la historia se transforma en algo que trasciende el tiempo: el duelo convertido en arte, el dolor transformado en algo eterno.
Un libro que te rompe y te reconstruye
No es un libro fácil, pero tampoco es un libro que se disfrute desde la distancia. Hamnet te obliga a sentir, a vivir la pérdida, a llorar con Agnes, a sostener el vacío de la muerte y luego a encontrar, con ella, un tipo de cierre. No un consuelo fácil, sino un reconocimiento de que el amor y el arte pueden hacer que la ausencia se convierta en algo más que solo vacío.
Todavía estoy procesando todo lo que leí. Sé que este libro se va a quedar conmigo por mucho tiempo. Y sé que, cuando vuelva a leer Hamlet, lo haré con una nueva perspectiva, con un nuevo peso en el corazón.
Si ya lo leíste, dime qué te pareció. Y si no… bueno, te envidio un poco. Ojalá pudiera leerlo por primera vez otra vez.